Algo que falta

“...corremos el riesgo de llegar a lo peor siguiendo caminos poco claros, pero dado que por ahora todas las vías se encuentran bloqueadas, depende de nosotros encontrar un camino de salida a partir de aquí, rechazando siempre, en toda ocasión y en todos los aspectos, ceder”.

 

Hace algunos años, con motivo de los disturbios que explotaron en Brixton, a algunos compañeros les pareció encontrarse en medio de una tempestad. Los enfrentamientos se estaban produciendo exactamente enfrente de su casa. ¿Qué otra cosa podían hacer sino salir a la calle y unirse a los revoltosos? Es lo que intentaron hacer, sin conseguirlo. Es más, los revoltosos les alejaron con malos modos. ¿Anarquistas? ¿Y esos quiénes son? ¿Qué quieren? No son de los nuestros, no hablan nuestra lengua, no tienen nuestro color de piel, no visten como nosotros, no comparten nuestros códigos de comportamiento. Ante la explosión de revueltas ciegas y guiadas por impulsos, no basta con ser anarquista para estar primera fila.

Hace pocas semanas, a algunos compañeros se les ocurrió pasarse por una protesta obrera frente al parlamento de una ciudad europea, de su ciudad. ¿Qué otra cosa podían hacer sino salir a la calle para unirse a los manifestantes? Es lo que intentaron hacer, sin conseguirlo. Es más, los manifestantes les alejaron con malos modos. ¿Anarquistas? ¿Y esos quiénes son? ¿Qué quieren? No son de los nuestros, no hablan nustra lengua, no tienen nuestros mismos problemas, no visten nuestros monos de trabajo, no comparten nuestros códigos de comportamiento. Ante la explosión de protestas sociales no basta con ser anarquista para estar en primera fila. Porque su rabia, la rabia de los anarquistas, no es provocada porque son excluidos de un mundo que no reconocen y al que desprecian, no se produce por una falta de ofertas de integración en la sociedad o por su expulsión de la esfera de la economía. No es alimentada por trasvases de bilis o por gruñidos estomacales por necesidades colectivas insatisfechas. Lo que les empuja a la acción son latidos de corazón tendentes a deseos individuales. Y no hay espacio en este mundo para los deseos de los anarquistas. Este mundo por el contrario constituye, desde todos los puntos de vista, la negación de aquéllos. Y eso es lo que les empuja a la subversión, a la insurrección, a la revolución.

No nos hagamos ilusiones. No estamos en la España del 36, no hay decenas de miles de compañeros dispuestos a luchar, ni millones de personas con las que contar para construir un mundo nuevo. Por lo demás, toda esa fuerza material, ¿culminó con éxito sus esfuerzos de liberación? Somos realmente pocos los que creemos que la vida puede y debe prescindir del poder, que el Estado no es la única meta en el horizonte, por todo lo cual nos parece del todo vano pensar en poder “hacer frente” al enemigo. En lugar de intentar enrolar la fuerza numérica necesaria para hacerlo, sería mejor intentar descubrir nuestras posibilidades, estudiarlas, conocerlas, experimentar con ellas, para poder obstaculizar, ralentizar, frustrar, sabotear los planes de la dominación. Sobre todo ahora que está atravesando uno de esos periodos de mutación que le obliga, al menos parcialmente, a debilitar su sistema inmunitario.

Por ejemplo, nuestra exigüidad numérica desaconseja pruebas de fuerza, pero permite al menos moverse con cierta agilidad. Y sin ninguna pretensión triunfalista, debemos asumir que la interconexión de las estrucuras del poder, de alguna manera hace posible el efecto dominó, aunque sea a escala reducida.

Por ahora, mientras la única posibilidad de intervención imaginable en los desórdenes sociales sea estar presentes en primera fila, al lado de rebeldes y contestatarios, unidos bajo los mismos eslóganes, será difícil evitar ser echados de ahí (fracaso de la participación improvisada), o caer en la política (necesidad de participación programada). Creemos que es necesario resistir a los cantos de sirena del reconocimiento, si no político, social. No somos generales en busca de soldados, ni pastores intentando incrementar nuestro rebaño. No tenemos ninguna necesidad de palmaditas en la espalda o de sonrisas de la gente. No tenemos que hacernos aceptar, porque no queremos convertir ni guiar a nadie. Los anarquistas queremos desencadenar el desorden, porque, como confesaba en privado un príncipe anarquista en un lejano pasado, sin él la revolución es imposible. Por tanto no tenemos necesidad de estar en primera fila, ni de darnos a (re)conocer, ni tenemos nada que demostrar. Puede objetarse que tienen poco sentido los prejucios por los que rechazamos unirnos a otros, pero por el momento esas uniones no son nuestra prioridad inmediata.

Crear desorden. Extender el desorden. Hacer durar el desorden. Estos son nuestros objetivos inmediatos. La cantinela de todos los organizadores de masas dice que un desorden prolongado prepara y justifica el retorno del poder. Para ellos el desorden debe durar lo menos posible y se deben aplicar cuanto antes medidas capaces de satisfacer las necesidades de todos, de otro modo se vuelve inevitable la vuelta al pasado. No estamos de acuerdo. Antes al contrario, pensamos que un desorden momentáneo es algo tolerable, a veces incluso deseable para el poder, al actuar como válvula de escape para reducir la presión. La milenaria costumbre de arrodillarse no desaparece en pocos días o semanas. Y desconfiamos de quien pretende organizar no solo a sí mismo, sino también a los demás. Solo un desorden prolongado puede extirpar de los individuos las costumbres de la autoridad. Además, ¿quién dice que antes o después el orden se hace necesario o deseable? Si el color de la libertad es el negro, su lugar bien puede parecerse más a una jungla que a una plaza o a un laboratorio. Y aunque una plaza o un laboratorio sean lugares más conocidos y seguros, hay que decidirse a penetrar en esa jungla.

Los desórdenes que vendrán, sea cual sea la forma que adopten, nos traerán una certeza: en medio del fragor, será más fácil ser ilocalizables. Las fuerzas del orden se volcarán en la defensa de algunos palacios, dejando otros desguarnecidos. La atención general se concentrará en algunos puntos, desatendiendo otros. Muchas vías urbanas quedarán colapsadas y, ¿qué hay dentro de los edificios a los que se accede por esas vías y a los que, en caso de alarma, llegarán tarde todas las sirenas? ¿Cuáles son las estructuras, en el interior de las metrópolis o alejadas de ellas, que no admiten un funcionamiento defectuoso? ¿Y dónde están sus ramificaciones? ¿Cómo bloquear, con medios improvisados y sin ninguna presencia constante -y por tanto inmovilizante-, calles y vías de acceso? ¿Cómo profundizar e incrementar el malestar en lugar de resolverlo? Todos estos interrogantes, que durante años no han pasado de ser un excéntrico pasatiempo para compañeros, se encontrarán cada vez más a la orden del día.Y son interrogantes que pueden atañer también a otros, a los furiosos excuidos de esta democracia, a los indignados desencantados con esta democracia. Los primeros son sordos a nuestras palabras, pero podrían respetar o reproducir nuestras acciones. Los segundos podrían prestar oído a nuestros discursos y tal vez también atención a nuestros actos. ¿Cómo hacerse localizables, crear puntos de encuentro entre las rabias comunes sin caer en la pedagogía o el oportunismo? ¿Cómo reducir unas distancias en principio tan grandes? ¿Vale la pena?, ¿o es solo una pérdida de tiempo y energía? Entre tanto insatisfecho, ¿se pueden encontrar cómplices inesperados, sin ceder a la tentación de considerarles aliados a los que adular o tolerar con vistas a establescer provechosos negocios?

Si más tarde la situación acaba por volverse incandescente, surgirán nuevas cuestiones. El curso de todas las insurrecciones y de numerosas revueltas presentan rasgos similares. Se produce una explosión que suspende la rutina cotidiana, la normalidad. Por un periodo de tiempo más o menos largo, lo imposible aparece al alcance de la mano. El Estado retrocede, se retira, desaparece casi. El movimiento, preso del entusiasmo, tiende a dejar intactas las estructuras de la dominación, aparentemente neutralizadas, para saborear el gozo de nuevas relaciones. Finalizado el huracán, llegados los primeros problemas, el Estado vuelve y no deja títere con cabeza. Conscientes de todo esto, y gracias también a las lecciones de la “Historia”, ¿podemos imaginar qué hacer? ¿Se puede, por ejemplo, intentar resistir al entusiasmo y concentrarse en esa breve fracción de tiempo en la que el Estado abandona la escena? Se trata del instante en el que se juega el todo por el todo. El momento en el que es necesario ser capaz de realizar actos irreversibles que no permitan una vuelta al pasado. ¿Cuáles son esos actos? ¿Cómo llevarlos a cabo? ¿Contra qué objetivos? El pasado ofrece inspiraciones, pero ningún modelo. Durante la Comuna de París, por ejemplo, un acto irreversible fue el fusilamiento del arzobispo. Tras ese hecho consumado ninguna negociación fue siquiera imaginable. O desaparecía el Estado, o desaparecía la Comuna.

Este es uno de los principales problemas que afrontar, como bien saben los compañeros griegos, que se preguntan desde hace tiempo cómo avanzar después de que en los últimos años se haya entregado a las llamas prácticamente todo. El Estado es asediado por los manifestantes, deslegitimado, pero gobierna. La economía ha perdido un número considerable de bancos y de credibilidad, pero manda. El movimiento ha dado grandes demostraciones de fuerza, pero no avanza. Falta ese algo más capaz de...

No se trata de usar el consejo a cosas resueltas para encontrar nuevas respuestas a viejas preguntas. Éstas están ya caducadas, descompuestas, barridas por la pérdida del lenguaje y la degradación del significado. Por eso se vuelve importante plantearse nuevos interrogantes y empezar a explorarlos.

 

[Zurigo, 10-13/11/12]